lunes, 29 de agosto de 2011

Salmo 15

SALMO 15 (14)

¿Quién habitará en tu monte santo?

15:1 Salmo de David.
Señor, ¿quién se hospedará en tu Carpa?,
¿quién habitará en tu santa Montaña?
15:2 El que procede rectamente
y practica la justicia;
el que dice la verdad de corazón
15:3 y no calumnia con su lengua.
El que no hace mal a su prójimo
ni agravia a su vecino,
15:4 el que no estima a quien Dios reprueba
y honra a los que temen al Señor.
El que no se retracta de lo que juró,
aunque salga perjudicado;
15:5 el que no presta su dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.
El que procede así, nunca vacilará.

viernes, 26 de agosto de 2011

Martín Descalzo: "Los que no servimos para nada"

Yo estoy seguro de que los hombres no servimos para nada, para casi nada. Cuanto más avanza mi vida, más descubro qué pobres somos y cómo todas las cosas verdaderamente importantes se nos escapan. En realidad es Dios quien lo hace todo, quien puede hacerlo todo. Tal vez nosotros ya haríamos bastante con no enturbiar demasiado el mundo.
 
Por eso, cada vez me propongo metas menores. Ya no sueño con cambiar el
mundo, y a veces me parece bastante con cambiar un tiesto de sitio. Y, sin embargo, otras veces pienso que, pequeñas y todo, esas cosillas que logramos hacer podrían llegar a ser hasta bastante importantes. Y entonces, en los momentos de desaliento, me acuerdo de una oración de cristianos brasileños que una vez escuché y que no he olvidado del todo, pero que, reconstruida ahora por mí, podría decir algo parecido a esto:

 
Sí, ya sé que sólo Dios puede dar la vida; pero tú puedes ayudarle a transmitirla.

 
Sólo Dios puede dar la fe, pero tú puedes dar tu testimonio.

 
Sólo Dios es el autor de toda esperanza, pero tú puedes ayudar a tu amigo a
encontrarla.

 
Sólo Dios es el camino, pero tú eres el dedo que señala cómo se va a él.

 
Sólo Dios puede dar el amor, pero tú puedes enseñar a otros como se ama.

 
Dios es el único que tiene fuerza, la crea, la da; pero nosotros podemos animar al desanimado.

 
Sólo Dios puede hacer que se conserve o se prolongue una vida, pero tú puedes hacer que esté llena o vacía.

 
Sólo Dios puede hacer lo imposible; sólo tú puedes hacer lo posible.

 
Sólo Dios puede hacer un sol que caliente a todos los hombres; sólo tú puedes hacer una silla en la que se siente un viejo cansado.

 
Sólo Dios es capaz de fabricar el milagro de la carne de un niño, pero tú puedes hacerle sonreír.

 
Sólo Dios hace que bajo el sol crezcan los trigales, pero tú puedes triturar ese
grano y repartir ese pan.

 
Sólo Dios puede impedir las guerras, pero tú pues no reñir con tu mujer o tu
hermano.

 
Sólo a Dios se le ocurrió el invento del fuego, pero tú puedes prestar una caja de cerillas.

 
Sólo Dios da la completa y verdadera libertad, pero nosotros podríamos, al menos, pintar de azul las rejas y poner unas flores frescas en la ventana de la prisión.

 
Sólo Dios podría devolverle la vida del esposo a la joven viuda; tú puedes sentarte en silencio a su lado para que se sienta menos sola.

 
Sólo Dios puede inventar una pureza como la de la Virgen; pero tú puedes
conseguir que alguien, que ya las había olvidado, vuelva a rezar las tres avemarías.

 
Sólo Dios puede salvar al mundo porque sólo Él salva, pero tú puedes hacer un poco más pequeñita la injusticia de la que tiene que salvarnos.

 
Sólo Dios puede hacer que le toque la Primitiva a ese pobre mendigo que tanto la necesita; pero tú puedes irle conservando esa esperanza con una pequeña sonrisa y un "mañana será".

 
Sólo Dios puede conseguir que reciba esa carta la vecina del quinto, porque Dios sabe que aquel antiguo novio hace muchos años que la olvidó; pero tú podrías suplir hoy un poco esa carta con un piropo y una palabra cariñosa.

 
En realidad, ya ves que Dios se basta a sí mismo, pero parece que prefiere seguir contando contigo, con tus nadas, con tus casi-nadas.


 
"Razones desde la otra orilla"
José Luis Martín Descalzo

lunes, 22 de agosto de 2011

Salmo 14

SALMO 14 (13)

No hay quien haga el bien
(Salmo 53, 1-6)

14:1 Del maestro de coro. De David.
El necio se dice a sí mismo:
"No hay Dios".
Todos están pervertidos,
hacen cosas abominables,
nadie practica el bien.
14:2 El Señor observa desde el cielo
a los seres humanos,
para ver si hay alguien que sea sensato,
alguien que busque a Dios.
14:3 Todos están extraviados,
igualmente corrompidos;
nadie practica el bien,
ni siquiera uno solo. 
14:4 ¿Nunca aprenderán los malvados,
los que devoran a mi pueblo
como si fuera pan,
y no invocan al Señor?
14:5 Miren cómo tiemblan de espanto,
porque Dios está a favor de los justos.
14:6 Ustedes se burlan de las aspiraciones del pobre,
pero el Señor es su refugio.
14:7 ¡Ojalá venga desde Sión
la salvación de Israel!
Cuando el Señor cambie la suerte de su pueblo,
se alegrará Jacob,
se regocijará Israel.

viernes, 19 de agosto de 2011

Martín Descalzo: "Sólo semillas"

Cuentan que un joven paseaba una vez por una ciudad desconocida, cuando, de pronto, se encontró con un comercio sobre cuya marquesina se leía un extraño rótulo: «La Felicidad». Al entrar descubrió que, tras los mostradores, quienes despachaban eran ángeles. Y, medio asustado, se acercó a uno de ellos y le preguntó: «Por favor, ¿ qué venden aquí ustedes?» «¿Aquí? —respondió en ángel— . Aquí vendemos absolutamente de todo». «¡Ah! — dijo asombrado el joven—. Sírvanme entonces el fin de todas las guerras del mundo; muchas toneladas de amor entre los hombres; un gran bidón de comprensión entre las familias; más tiempo de los padres para jugar con sus hijos...» Y así prosiguió hasta que el ángel, muy respetuoso, le cortó la palabra y le dijo: «Perdone usted, señor. Creo que no me he explicado bien. Aquí no vendemos frutos, sino semillas.»
 
En los mercados de Dios (y en los del alma) siempre es así. Nunca te venden amor ya fabricado; te ofrecen una semillita que tú debes plantar en tu corazón; que tienes luego que regar y cultivar mimosa-mente; que has de preservar de las heladas y defender de los fríos, y que, al fin, tarde, muy tarde, quién sabe en qué primavera, acabará floreciéndote e iluminándote el alma.

 
Y con la paz ocurre lo mismo. Hay quienes gustarían de acudir a un comercio, pagar unas cuantas pesetas o unos cuantos millones y llevarse ya bien empaquetaditos unos kilos de paz para su casa o para el mundo.

 
Claro que a la gente este negocio no le gusta nada. Sería mucho más cómodo y sencillo que te lo dieran ya todo hecho y empaquetado. Que uno sólo tuviera que arrodillarse ante Dios y decirle: «Quiero paz» y la paz viniera volando como una paloma. Pero resulta que Dios tiene más corazón que manos.

 
Bueno, voy a explicarme, no vayan ustedes a entender esta última frase como una herejía. Sucedió en la última guerra mundial: en una gran ciudad alemana, los bombardeos destruyeron la más hermosa de sus iglesias, la catedral. Y una de las «victimas» fue el Cristo que presidía el altar mayor, que quedó literalmente destrozado. Al concluir la guerra, los habitantes de aquella ciudad reconstruyeron con paciencia de mosaicistas su Cristo bombardeado, y, pegando trozo a trozo, llegaron a formarlo de nuevo en todo su cuerpo... menos en los brazos. De éstos no había quedado ni rastro. ¿Y qué hacer? ¿Fabricarle unos nuevos? ¿Guardarlo para siempre, mutilado como estaba, en una sacristía? Decidieron devolverlo al altar mayor, tal y como había quedado, pero en el lugar de los brazos perdidos escribieron un gran letrero que decía:

 
«Desde ahora, Dios no tiene más brazos que los nuestros.»

 
Y allí está, invitando a colaborar con Él, ese Cristo de los brazos inexistentes.

 
Bueno, en realidad, siempre ha sido así. Desde el día de la creación Dios no tiene más brazos que los nuestros. Nos los dio precisamente para suplir los suyos, para que fuéramos nosotros quienes multiplicáramos su creación con las semillas que Él había sembrado.


  
"Razones para la esperanza"
 José Luis Martín Descalzo,

lunes, 15 de agosto de 2011

Salmo 13

SALMO 13 (12)

Cantaré al Señor porque me ha salvado

13:1 Del maestro de coro. Salmo de David.
13:2 ¿Hasta cuándo me tendrás olvidado, Señor?
¿Eternamente?
¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?
13:3 ¿Hasta cuándo mi alma estará acongojada
y habrá pesar en mi corazón, día tras día?
¿Hasta cuándo mi enemigo prevalecerá sobre mí?
13:4 ¡Mírame, respóndeme, Señor, Dios mío!
Ilumina mis ojos,
para que no caiga en el sueño de la muerte,
13:5 para que mi enemigo no pueda decir:
"Lo he vencido",
ni mi adversario se alegre de mi fracaso.
13:6 Yo confío en tu misericordia:
que mi corazón se alegre porque me salvaste.
¡Cantaré al Señor porque me ha favorecido!

viernes, 12 de agosto de 2011

Martín Descalzo: "Stabat Mater"

Ahora sé que elegí bien la palabra: «Esclava, esclava». Pude decir sencillamente: «Dile que sí, que estoy de acuerdo». O responder: «El sabe que estoy a sus órdenes». O preguntar: «¿Acaso Dios tiene que pedirme a mí permiso?» Pero dije: «He aquí la esclava», sin comprender hasta qué punto me convertía en lo que estaba diciendo, en alguien a quien arrastrarán siempre con los ojos cerrados por túneles oscuros que jamás entenderá. Conducida del gozo al dolor, del dolor al espanto, del espanto a este vacío de ahora en el que mi corazón es un lagar molido, un cesto de cenizas, una cadena de muertes. Si sabías que esto acabaría así, ¿por qué elegiste una madre? ¿Por qué no naciste como el pedernal, en la montaña, en lugar de entrar en el pobre seno de una mujer que no podría soportar tanta desgarradura? Todas las madres dicen: «Los hijos son difíciles de entender,
crecen, crecen; tu crees saber hasta la más mínima de las arruguitas de su cara. Y un día descubres que han crecido tan desmesuradamente que no acabas de creerte que un día han estado dentro de ti. Pero tú… Es como si hubiera engendrado un gigante, parido una montaña, albergado dentro todas las cordilleras del universo entero. Siempre supe que me desbordarías. Cada vez que en tu vida quise descender al fondo de tus ojos entendí que me perdía por los vericuetos de tu alma. Tú eras, desde luego, un hombre. Yo lo sabía como nadie. Pero también más, también un vértigo a cuya orilla yo no podía ni asomarme. Crecías, crecías, como si tuvieras que vivir muchos años dentro de cada uno de los tuyos, como si te sobrase alma y la pobre piel que la ceñía fuera a estallar en cada hora. Y Yo, cuando te abrazaba ¿cómo podía abrazarte? Me dolías de tanto como te olía el alma a vida y a muerte. Que vendría el dolor, lo supe siempre. Bien me lo dijo Simeón antes de que Tú aprendieses a andar. Pero que el dolor fuese esto, no pude ni sospecharlo: oír el gotear de tu sangre, de «Nuestra» sangre, cayendo sobre el silencio de esta hora, sonando cada gota con más crueldad que los mismos martillazos. Se clava en mí el retumbar de cada gota, como un clavo que me penetra dentro, dentro, dentro, más dentro, allí donde el alma está en carne viva. ¡Ah, tus manos! Yo las vi gordezuelas, buscando mi pecho, enredando en mi pelo, besadas, mordisqueadas por mí, rubias de trigo nuevo, tendidas para acariciar mi rostro, partiendo el pan por mí amasado. ¿Y estaba preparándolas yo para ese hermano clavo que acabaría poseyéndolas, destrozándolas, desgarrándolas como abrías Tú el pan? Hijo, hijo, perdóname, perdóname por seguir viva cuando Tú estás muriendo, Perdóname por no saber decirte nada en esta hora, por no saber ni orar, por tener el alma como el desierto de los desiertos, por no saber ni estar contigo, por no tener en esta hora otro oficio que el de estar cansada y decirte: hijo, hijo, hijo. He entrado en el túnel de Dios. Y está oscuro. A los dos nos ha abandonado. Y ni siquiera nos ha abandonado juntos. Encerrado cada uno en su abandono como en un «bunker» de piedra, en dos vacíos gemelos pero separados.

 
Conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola
ventana con luz en el alma. Sólo creer, creer, apretar los puños del alma, esperar, agarrarte a los barrotes de tu cárcel, entrar en las entrañas de la oscuridad. Sin ángeles, sin voces de lo alto. Sólo la noche y el seguir escuchando el golpear feroz de los martillazos como látigos. Y el galopar de la muerte que se acerca. Y ojalá fueran, al menos, dos muertes las que se acercan. «Dios te salve, María, dijo el ángel. ¿Salvarme? ¿No es acaso ahora cuando tendría que salvarme y salvarte? ¿Llena de gracia quería decir llena de dolor y de muertes? ¿La gracia es esta espada que nos pulveriza? Gabriel, Gabriel, ¿dónde te has metido? Y si al menos ahora viviera José… Ah, José, amor mío, ¡qué daría yo ahora por tenerte junto a mí y reclinar mi cabeza en tu hombro! En la noche no hay nada. Sólo la noche. Y la certeza de que el sol vendrá mañana. Pero, ¿cuántos siglos faltan para mañana? Dímelo, hijo, respóndeme: ¿Es que siempre hay que salvar con sangre? ¿tan hondos son los pecados de los hombres que sólo pueden borrarse con manos y frente desgarradas? Yo acaricié tantas veces tu frente cuando, de niño, tenías fiebre. Pero las espinas, no, nunca pude imaginarlas. Salíamos al campo, corrías, jugabas con las zarzas. «No vayas a pincharte» Y reías, reías. Yo te veía crecer siempre con miedo. Ah, poder encerrarte para siempre en la infancia, retenerte, disfrutarte. ¿Por qué crecen los hombres, a dónde van, qué prisa tienen? ¿Qué les lleva a la muerte? ¿Una misión será más fuerte que la vida? Tu corazón estuvo siempre tirado, arrastrado por invisibles caballos, como por un hilo que te sujetara desde la eternidad. Tenías que salvar. Como si todas las otras vidas fuesen más importantes que la tuya. Te veo yéndote, como si fuera un pecado cada hora dedicada a ser feliz. «Si el grano no muere, es infecundo», decías. Y tenías que subirte a la cruz, como un suicida, como un amante, enterrándote, sin que entendieran tu entrega ni tus propios apóstoles. Esos pobres que han acabado fallándote. ¿Es que no lo supiste desde siempre? Veo el rostro de Judas, ese muchacho asustado que parecía temblar cada vez que oía la palabra «amor». Me habría gustado ser su madre. Tal vez, entonces… Cuánto le quise y le temí.

 
Escuchaba tus palabras no como quien las bebe, sino como quien las cuenta, como quien las numera con el alma retorcida. Y ahora, ¿dónde está? ¿dónde estás, Judas, hermano mío, hijo mío? Tu aullido es la gran sombra de esta tarde, un viento helado, una noche de invierno, una sed imposible. Hiel y vinagre suben por mi boca. Y Tú, pequeño mío, ¿por qué agitas ahora la cabeza? ¿qué nube de murciélagos quieres espantar de tu mente? No, no tengas miedo: el Padre tiene que estar orgulloso de ti, como ,o está tu madre. Has cumplido, has cumplido y El lo sabe, aunque esconda su rostro. Yo sé y Él sabe que has sido un valiente, digno de ser lo que eres: mi hijo y mi Dios. Ese Dios diminuto cuyo cuerpo lavé yo tantas veces, cuyas manos creadoras y pequeñitas cabían en las mías. Me quedaba mirándote y pensando: No es posible, no es posible que «esto» sea Dios; y tu boquita me hacía daño al mamar. Ea, ea, mi Dios. Aquella leche iba volviéndose sangre de Dios, la misma que ahora derramas. ¡Pero dejadle morir al menos! Muere por vosotros, ¿no lo entendéis? Un hombre puede ser redimido mientras se carcajea de su Redentor. La Humanidad es ciega. Ceguera. Un océano de ceguera nos rodea. ¡Si al menos supieran a Quien están matando! Tú jugabas a mi lado como los demás niños. Y nadie sospechaba. Como ahora. Si hubieran sabido con Quien jugaron, a Quien crucifican, morirían de espanto. Mejor que ni siquiera lo imaginen, pobres, pobres hombres. Pero yo no puedo permitirme el lujo de estar ciega. Yo sé. Yo mido el volcán sobre el que caminamos, el vértigo de Dios, la página que gira el Universo.

 
¿Te duele, niño mío? ¡Ah, si al menos volvieras hacia mí esos tus ojos misericordiosos! Pero lo entiendo: ahora estás redimiendo. ¿Qué tiempo podría sobrarte para sentimentalismos? No, no tengo yo derecho a robar a los hombres ni una sola esquirla de tu muerte. Aunque también mueres por mí. También yo necesito de su sangre. Me redimes con la que te presté. ¿Y ahora? ¿No es demasiado, hijo, lo que me estás pidiendo? ¿Habiendo sido madre tuya, cómo podría serlo de tus asesinos? Pero si fui esclava una vez, seguiré siéndolo. Que entren, que entren en mi seno. Se ha desgarrado tanto en esta hora, que ya me caben todos.

 
Y Tú, descansa hijo. Deja caer de una vez tu cabeza. Y descansa en la muerte. Ella no te hará daño. No podrá vencerte. Cruzará por tus venas, triturará tu sangre, pero Tú tienes tanta vida en ti que ella no durará mucho sobre tus dominios y se irá, derrotada, asombrada de haber podido estar alguna vez sobre su Dios. Y yo cuidaré tu cuerpo. Iré quitándole una a una las espinas, besándote las llagas, cerrando tus ojos, aunque al hacerlo el universo se oscurezca. ¡Ah, si pudiera volver a llevarte dentro, ah, si pudiera parirte otra vez y no sólo tenerte derrumbado sobre mis pobres brazos! Descansa, hijo. Y vuelve, vuelve pronto. Y si puedes, regresa con todas tus heridas, para que ni yo ni nadie lo olvidemos, tanto amor, tanto amor. Vuelve con todas tus sangrientas condecoraciones, hermano nuestro, hijo mío, mi Dios.


 
Publicado en ABC, 1988.

José Luis Martín Descalzo

lunes, 8 de agosto de 2011

Salmo 12

SALMO 12 (11)
 
Tú, Señor, nos protegerás y nos librarás

12:1 Del maestro de coro. En octava. Salmo de David. 

Súplica apremiante

12:2 ¡Sálvanos, Señor, porque ya no hay gente buena,
ha desaparecido la lealtad entre los hombres!
12:3 No hacen más que mentirse unos a otros,
hablan con labios engañosos y doblez de corazón.
12:4 Que el Señor elimine los labios engañosos
y las lenguas jactanciosas de los que dicen:
12:5 "En la lengua está nuestra fuerza;
nuestros labios nos defienden, ¿quién nos dominará?"

Respuesta del Señor

12:6 "Por los sollozos del humilde
y los gemidos del pobre,
ahora me levantaré —dice el Señor—
y daré mi ayuda al que suspira por ella".
12:7 Las promesas del Señor son sinceras
como plata purificada en el crisol,
depurada siete veces.
12:8 Tú nos protegerás, Señor,
nos preservarás para siempre de esa gente;
12:9 por todas partes merodean los malvados
y se encumbran los hombres más indignos.

viernes, 5 de agosto de 2011

Martín Descalzo: "La vida a una carta"

En el primer volumen de las Memorias de Julián Marías leo una frase que me
conmueve y que comparto hasta la última entraña. Escribe después de su boda, en la cima de la felicidad, y dice: «Siempre he creído que la vida no vale la pena más que cuando se la pone a una carta, sin restricciones, sin reservas; son innumerables las personas, muy especialmente en nuestro tiempo, que no lo hacen por miedo a la vida, que no se atreven a ser felices porque temen a lo irrevocable, porque saben que si lo hacen, se exponen a la vez a ser infelices.»

 
Efectivamente, una de las carcomas de nuestro siglo es ese miedo a lo irrevocable, esa indecisión ante las decisiones que no tienen vuelta de hoja o la tienen muy dolorosa, esa tendencia a lo provisional, a lo que nos compromete pero no del todo», que nos obliga «pero sólo en tanto en cuanto». Preferimos no acabar de apostar por nada, o si no hay más remedio que hacerlo, lo rodeamos de reservas, de condicionamientos, de «ya veremos cómo van las cosas».

 
Ocurre esto en todos los terrenos. Por de pronto, la vida matrimonial. Cuando en España se discutía la ley del divorcio, yo escribí varias veces que no me preocupaba tanto el hecho de que algunas parejas se separasen como el que se difundiera una mentalidad de matrimonios-provisionales, de matrimonios-a-prueba. Hoy tengo que confesar que mis previsiones no carecían de base: en España, como en todos los países donde la ley del divorcio se introdujo, éstos no fueron muy numerosos en la generación que se casó con la idea de perennidad, pero empieza a crecer y no dejarán de aumentar hoy que tantos jóvenes comienzan su amor diciéndose: «Y si las cosas no van bien, nos separamos y tan amigos.» Esto, dicen, es más civilizado. Pero yo no estoy nada seguro de que ese amor con reserva sea verdadero amor.

 
El «miedo a lo irrevocable» llega incluso a lo religioso y lo más intocable, que es el sacerdocio. En mis años de seminarista -y no soy tan viejo-, lo del sacerdos in aeternum, sacerdote para la eternidad, era algo, simplemente, incuestionable. Es que ni se nos pasaba por la cabeza dejar de ser aquello que libremente elegíamos. Sabíamos, sí, que había quienes fracasaban y derivaban hacia otros puertos; pero eso, pensábamos, no tenía que ver con cada uno de nosotros; era, cuando más, como un accidente de circulación, en el que no se piensa cuando se empieza un viaje y que, en todo caso, no se prevé como una opción voluntaria. Por eso a mí me asombró tanto cuando empecé a oír a algunos teólogos eso del sacerdocio ad tempus, eso de que uno podía ordenarse sacerdote para cinco, para siete años, prestar ese servicio a la Iglesia y luego replantearse si seguir en esa misma tarea o regresar a otros cuarteles. Me parecía, en cambio, a mí, que el sacerdocio o era para siempre o no era sacerdocio; que si la entrega a Cristo y a la Iglesia era una entrega de amor, no cabían ya planes quinquenales. Uno podía fracasar y equivocarse, es cierto, pero ¿cabía mayor fracaso que lanzarse a volar con las alas atadas por toda una maraña de condicionamientos?


Y lo que ahora más me preocupa del problema es que parece que este pánico a lo irrevocable se ha convertido en una de las características espirituales de la mayor parte de nuestra juventud y de un buen porcentaje de adultos. La gente, tiene razón Marías, no es amiga de jugarse la vida a una carta en ningún terreno; prefiere embarcarse hoy en el barco de hoy y mañana ya pensará en qué barco lo hace.
 
Y, repito, lo más grave es que esto se está presentando como un ideal, como «lo inteligente», como «lo civilizado». ¿Con qué razones? Te dicen: todo es relativo, comenzando por mí mismo. Yo sé cómo es hoy el hombre que yo soy; pero no sé cómo seré mañana. Todos cambiamos de ideas, de modos de ser. ¿Por qué comprometerlo todo a una carta cuando el juego de mañana no sé cómo se presentará?

 
Y hay en este raciocinio algo de verdad: es cierto que hay muchas cosas relativas en la vida, muchas ante las que un hombre debe permanecer y en las que hasta será bueno cambiar en el futuro, cuando se vean con nueva luz. Pero, relativizarlo todo, ¿no será un modo de no llegar nunca a vivir?

 
En realidad, esas cosas permanentes son pocas: el amor que se ha elegido, la
misión a la que uno se entrega, unas cuantas ideas vertebrales y, entre ellas, desde luego, para el creyente, su fe.

 
En éstas, lo confieso, mis apuestas siempre fueron y espero que sigan siendo
totales. Por esas tres o cuatro cosas yo estoy dispuesto a jugar a una sola carta, precisamente porque estoy seguro de que esas cosas o son enteras o no son. Así de sencillo: o son totales o no existen. Un amor condicionado es un amor putrefacto. Un amor «a ver cómo funciona» es un brutal engaño entre dos. Un amor sin condiciones puede fracasar; pero un amor con condiciones no sólo es que nazca fracasado, es que no llega a nacer.


 
Tomado de "Razones desde la otra orilla", Atenas, p. 133-134.

José Luis Martín Descalzo

lunes, 1 de agosto de 2011

Salmo 11

SALMO 11 (10)
 
El Señor aborrece al que ama la violencia

11:1 Del maestro de coro. De David.
Yo tengo mi refugio en el Señor,
¿cómo pueden decirme entonces:
"Escapa a la montaña como un pájaro,
11:2 porque los malvados tienden su arco
y ajustan sus flechas a la cuerda,
para disparar desde la penumbra
contra los rectos de corazón?
11:3 Cuando ceden los cimientos,
¿qué puede hacer el justo?"
11:4 Pero el Señor está en su santo Templo,
el Señor tiene su trono en el cielo.
Sus ojos observan el mundo,
sus pupilas examinan a los hombres:
11:5 el Señor examina al justo y al culpable,
y odia al que ama la violencia.
11:6 Que él haga llover brasas y azufre
sobre los impíos,
y les toque en suerte un viento abrasador.
11:7 Porque el Señor es justo y ama la justicia,
y los que son rectos verán su rostro.