lunes, 31 de octubre de 2011

Salmo 24

SALMO 24 (23)

El Señor es el rey de la gloria

24:1 Salmo de David. 

Canto inicial

Del Señor es la tierra y todo lo que hay en ella,
el mundo y todos sus habitantes,
24:2 porque él la fundó sobre los mares,
él la afirmó sobre las corrientes del océano. 

Condiciones para un verdadero culto

24:3 ¿Quién podrá subir a la Montaña del Señor
y permanecer en su recinto sagrado?
24:4 El que tiene las manos limpias
y puro el corazón;
el que no rinde culto a los ídolos
ni jura falsamente:
24:5 él recibirá la bendición del Señor,
la recompensa de Dios, su salvador.
24:6 Así son los que buscan al Señor,
los que buscan tu rostro, Dios de Jacob.
Pausa

La entrada de Dios en su Santuario

24:7 ¡Puertas, levanten sus dinteles,
levántense, puertas eternas,
para que entre el Rey de la gloria!
24:8 ¿Y quién es ese Rey de la gloria?
Es el Señor, el fuerte, el poderoso,
el Señor poderoso en los combates.
24:9 ¡Puertas, levanten sus dinteles,
levántense, puertas eternas,
para que entre el Rey de la gloria!
24:10 ¿Y quién es ese Rey de la gloria?
El Rey de la gloria
es el Señor de los ejércitos. Pausa

viernes, 28 de octubre de 2011

Sabiduría Eterna

Sabiduría Eterna


Cuando ya se acercaba el día de su muerte –día por ti conocido, y que nosotros ignorábamos–, sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos a embarcarnos. Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti.

Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas –y mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres–, ella dijo:

«Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?»

No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero, al cabo de cinco días o poco más, cayó en cama con fiebre. Y, estando así enferma, un día sufrió un colapso y perdió el sentido por un tiempo. Nosotros acudimos corriendo, mas pronto recobró el conocimiento, nos miró, a mí y a mi hermano allí presentes, y nos dijo en tono de interrogación:

«¿Dónde estaba?»

Después, viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo:

«Enterrad aquí a vuestra madre».

Yo callaba y contenía mis lágrimas. Mi hermano dijo algo referente a que él hubiera deseado que fuera enterrada en su patria y no en país lejano. Ella lo oyó y, con cara angustiada, lo reprendió con la mirada por pensar así, y, mirándome a mí, dijo:

«Mira lo que dice».

Luego, dirigiéndose a ambos, añadió:

«Sepultad este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis».

Habiendo manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento suyo, guardó silencio, e iba luchando con la enfermedad que se agravaba.

Nueve días después, a la edad de cincuenta y seis años, cuando yo tenía treinta y tres, salió de este mundo aquella alma piadosa y bendita.


Confesiones
Libro 9,10,23-11,28
San Agustín de Hipona

lunes, 24 de octubre de 2011

Salmo 23

SALMO 23 (22)

El Señor es mi pastor

23:1 Salmo de David.
El Señor es mi pastor,
nada me puede faltar.
23:2 Él me hace descansar en verdes praderas,
me conduce a las aguas tranquilas
23:3 y repara mis fuerzas;
me guía por el recto sendero,
por amor de su Nombre.
23:4 Aunque cruce por oscuras quebradas,
no temeré ningún mal,
porque tú estás conmigo:
tu vara y tu bastón me infunden confianza.
23:5 Tú preparas ante mí una mesa,
frente a mis enemigos;
unges con óleo mi cabeza
y mi copa rebosa.
23:6 Tu bondad y tu gracia me acompañan
a lo largo de mi vida;
y habitaré en la Casa del Señor,
por muy largo tiempo.

viernes, 21 de octubre de 2011

¡Oh eterna verdad...!

¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad!


Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste. Entré, y vi con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. Ni estaba por encima de mi mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui hecho por ella. La conoce el que conoce la verdad.

¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: «Soy alimento de adultos: crece, y podrás comerme. Y no me transformarás en substancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí».

Y yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, el que está por encima de todo, Dios bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino de la verdad, y la vida, y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar, con la carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro estado de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría por la que creaste todas las cosas.

¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de tí aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti.


"Confesiones"
Libro 7, 10. 18, 27
San Agustín de Hipona

Martín Descalzo: "Los transplantes de órganos"

Entre los problemas morales que plantea la medicina hay uno que últimamente ha subido al primer plano de la atención pública: y es el transplante de órganos. La televisión y otros medios informativos han conseguido en los últimos meses crear una preocupación en la conciencia nacional por este problema: el de tantas y tantas personas que podrían vivir o vivir mejor si en España y otros países se hubiera creado una conciencia clara en este camino. Pero entre nosotros, asombrosamente, aún siguen siendo muy escasas las donaciones.

Y en este campo me parece que yo puedo aportar algo por mi experiencia propia. Espero que me permitáis hablaros con la más sencilla normalidad. Yo soy uno de los catorce mil enfermos de riñón en diálisis que esperan ilusionados la posibilidad de un trasplante.

La diálisis, (salvo excepciones de personas que lo llevan muy mal) no es el tormento chino que muchos se imaginan. La verdad es que con ella se puede vivir y vivir aceptablemente. Yo tengo que dar gracias a Dios que me está permitiendo seguir con todo mi trabajo normalmente.

Pero aunque resulta llevadero, la verdad es que la esclavitud de cinco horas atado a la máquina un día si y otro no, tampoco es precisamente una maravilla. Son muchos los enfermos de riñón que tienen que dejar sus trabajos, cuyas familias están destruidas o condicionadas por la atadura del enfermo.

Hoy la medicina ha realizado en este campo enormes progresos. El porcentaje de éxitos en los trasplantes, sobre todo en el campo del riñón, es altísimo. Y la mayor parte de esos catorce mil dializados podría conseguir regresar a una vida completa. Si hubiera una mayor conciencia nacional en este campo, sobre todo en un tiempo en el que, desgraciadamente, tanto abundan los accidentes de circulación.

Pero lo asombroso es comprobar que todavía son muchos los que tienen un obstáculo religioso en este tema. Yo recibo con frecuencia cartas de personas que me preguntan si eso es moralmente lícito. Gentes que dicen que, si los católicos creemos en la resurrección de la carne, ¿cómo podríamos donar una parte de nuestro cuerpo llamada a resucitar?

Naturalmente el dogma de la resurrección de la carne no hay que interpretarlo con ese literalismo. Y la Iglesia hace ya mucho tiempo ha expresado con claridad que no sólo no se opone a ese tipo de donaciones, sino que, al contrario, las bendice y promueve siempre que se cumplan algunas condiciones elementales; que las donaciones se hagan libremente; que no se comercialice con ellas; que en el trasplante del órgano de una persona muerta, se compruebe que está realmente muerta.

Cumplidas estas condiciones, la Iglesia no tiene nada que oponer. Los obispos españoles lo dijeron bien tajantemente en un documento colectivo: “Cumplidas esas condiciones, dicen, la fe no sólo tiene nada contra tal donación, sino que la Iglesia ve en ella una preciosa forma de imitar a Jesús, que dio la vida por los demás. Tal vez en ninguna otra acción se alcancen tales niveles de ejercicio de fraternidad. En ella nos acercamos al amor gratuito y eficaz que Dios siente hacia nosotros. Es un ejemplo vivo de solidaridad. Es la prueba de que el cuerpo de los hombres puede morir, pero que el amor que lo sostiene no muere jamás.”

Y frases muy parecidas dijo hace ya décadas Pío XII y ha repetido recientemente Juan Pablo II: "Miren ustedes por dónde la ciencia moderna ha permitido conquistar una nueva forma de caridad y de amor entre los hombres. Y los cristianos debemos ser los primeros en esa batalla de generosidad."


José Luis Martín Descalzo

lunes, 17 de octubre de 2011

Salmo 22

SALMO 22 (21)

Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

22:1 Del maestro de coro. Según la melodía de "La cierva de la aurora". Salmo de David. 

Angustioso llamado al Señor

22:2 Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?
¿Por qué estás lejos
de mi clamor y mis gemidos?
22:3 Te invoco de día, y no respondes,
de noche, y no encuentro descanso;
22:4 y sin embargo, tú eres el Santo,
que reinas entre las alabanzas de Israel.
22:5 En ti confiaron nuestros padres:
confiaron, y tú los libraste;
22:6 clamaron a ti y fueron salvados,
confiaron en ti y no quedaron defraudados. 

Vívida descripción de los sufrimientos

22:7 Pero yo soy un gusano, no un hombre;
la gente me escarnece
y el pueblo me desprecia;
22:8 los que me ven, se burlan de mí,
hacen una mueca y mueven la cabeza, diciendo:
22:9 "Confió en el Señor, que él lo libre;
que lo salve, si lo quiere tanto".
22:10 Tú, Señor, me sacaste del seno materno,
me confiaste al regazo de mi madre;
22:11 a ti fui entregado desde mi nacimiento,
desde el seno de mi madre, tú eres mi Dios.
22:12 No te quedes lejos, porque acecha el peligro
y no hay nadie para socorrerme.
22:13 Me rodea una manada de novillos,
me acorralan toros de Basán;
22:14 abren sus fauces contra mí
como leones rapaces y rugientes.
22:15 Soy como agua que se derrama
y todos mis huesos están dislocados;
mi corazón se ha vuelto como cera
y se derrite en mi interior;
22:16 mi garganta está seca como una teja
y la lengua se me pega al paladar.
22:17 Me rodea una jauría de perros,
me asalta una banda de malhechores;
taladran mis manos y mis pies
22:16c y me hunden en el polvo de la muerte.
22:18 Yo puedo contar todos mis huesos;
ellos me miran con aire de triunfo,
22:19 se reparten entre sí mi ropa
y sortean mi túnica. 

Súplica para alcanzar la liberación

22:20 Pero tú, Señor, no te quedes lejos;
tú que eres mi fuerza, ven pronto a socorrerme.
22:21 Libra mi cuello de la espada
y mi vida de las garras del perro.
22:22 Sálvame de la boca del león,
salva a este pobre de los toros salvajes. 

Acción de gracias por la liberación

22:23 Yo anunciaré tu Nombre a mis hermanos,
te alabaré en medio de la asamblea:
22:24 "Alábenlo, los que temen al Señor;
glorifíquenlo, descendientes de Jacob;
témanlo, descendientes de Israel.
22:25 Porque él no ha mirado con desdén
ni ha despreciado la miseria del pobre:
no le ocultó su rostro
y lo escuchó cuando pidió auxilio".
22:26 Por eso te alabaré en la gran asamblea
y cumpliré mis votos delante de los fieles:
22:27 los pobres comerán hasta saciarse
y los que buscan al Señor lo alabarán.
¡Que sus corazones vivan para siempre! 

Alabanza final

22:28 Todos los confines de la tierra
se acordarán y volverán al Señor;
todas las familias de los pueblos
se postrarán en su presencia.
22:29 Porque sólo el Señor es rey
y él gobierna a las naciones.
22:30 Todos los que duermen en el sepulcro
se postrarán en su presencia;
todos los que bajaron a la tierra
doblarán la rodilla ante él,
y los que no tienen vida
22:31 glorificarán su poder.
Hablarán del Señor a la generación futura,
22:32 anunciarán su justicia
a los que nacerán después,
porque esta es la obra del Señor.

viernes, 14 de octubre de 2011

Martín Desclazo: "¿Quién decís que soy yo?"

Hace dos mil años un hombre formuló esta pregunta a un grupo de amigos
(Evangelio de San Marcos 8, 27). Y la historia no ha terminado aún de responderla. El que preguntaba era simplemente un aldeano que hablaba a un grupo de pescadores. Nada hacía sospechar que se tratara de alguien importante. Vestía pobremente. Él y los que le rodeaban eran gente sin cultura, sin lo que el mundo llama "cultura". No poseían títulos ni apoyos. No tenían dinero ni posibilidades de adquirirlo. No contaban con armas ni con poder alguno. Eran todos ellos jóvenes, poco más que unos muchachos, y dos de ellos -uno precisamente el que hacía la pregunta- morirían antes de dos años con las más violentas de las muertes. Todos los demás acabarían, no mucho después, en la cruz o bajo la espada. Eran, ya desde el principio y lo serían siempre, odiados por los poderosos. Pero tampoco los pobres terminaban de entender lo que aquel hombre y sus doce amigos predicaban. Era, efectivamente, un incomprendido.

Los violentos le encontraban débil y manso. Los custodios del orden le juzgaban, en cambio, violento y peligroso. Los cultos le despreciaban y le temían. Los poderosos se reían de su locura. Había dedicado toda su vida a Dios, pero los ministros oficiales de la religión de su pueblo le veían como un blasfemo y un enemigo del cielo. Eran ciertamente muchos los que le seguían por los caminos cuando predicaba, pero a la mayor parte les interesaban más los gestos asombrosos que hacía o el pan que les repartía que todas las palabras que salían de sus labios. De hecho todos le abandonaron cuando sobre su cabeza rugió la tormenta de la persecución de los poderosos y sólo su madre y tres o cuatro amigos más le acompañaron en su agonía.

La tarde de aquel viernes, cuando la losa de un sepulcro prestado se cerró sobre su cuerpo, nadie habría dado un céntimo por su memoria, nadie habría podido sospechar que su recuerdo perduraría en algún sitio, fuera del corazón de aquella pobre mujer -su madre- que probablemente se hundiría en el silencio del olvido, de la noche y de la soledad.

Y... sin embargo, veinte siglos después, la historia sigue girando en torno a aquel hombre. Los historiadores -aún los más opuestos a él- siguen diciendo que tal hecho o tal batalla ocurrió tantos o cuantos años antes o después de él. Media humanidad, cuando se pregunta por sus creencias, sigue usando su nombre para denominarse. Dos mil años después de su vida y muerte, se siguen escribiendo cada año más de mil volúmenes sobre su persona y doctrina. Su historia ha servido como inspiración para, al menos, la mitad de todo el arte que ha producido el mundo desde que él vino a la tierra. Y, cada año, decenas de miles de hombres y mujeres dejan todo -sus familias, sus costumbres, tal vez hasta su patria- para seguirle enteramente, como aquellos doce primeros amigos.

¿Quién, quién es este hombre por quien tantos han muerto, a quien tantos han amado hasta la locura y en cuyo nombre se han hecho también -¡ay!- tantas violencias? Desde hace dos mil años, su nombre ha estado en boca de millones de agonizantes, como una esperanza, y de millares de mártires, como un orgullo. ¡Cuántos han sido encarcelados y atormentados, cuántos han muerto sólo por proclamarse seguidores suyos! Y también -¡ay!- ¡cuantos han sido obligados a creer en él con riesgo de sus vidas, cuantos tiranos han levantado su nombre como una bandera para justificar sus intereses o sus dogmas personales! Su doctrina, paradójicamente, inflamó el corazón de los santos y las hogueras de la Inquisición. Discípulos suyos se han llamado los misioneros que cruzaron el mundo sólo para anunciar su nombre y discípulos suyos nos atrevemos a llamarnos quienes -¡por fin!- hemos sabido compaginar su amor con el dinero.

¿Quién es, pues, este personaje que parece llamar a la entrega total o al odio
frontal, este personaje que cruza de medio a medio la historia como una espada ardiente y cuyo nombre -o cuya falsificación- produce frutos tan opuestos de amor o de sangre, de locura magnífica o de vulgaridad? ¿Quién es y qué hemos hecho de él, cómo hemos usado o traicionado su voz, qué jugo misterioso o maldito hemos sacado de sus palabras? ¿Es fuego o es opio? ¿Es bálsamo que cura, espada que hiere o morfina que adormila? ¿Quién es? ¿Quién es? Pienso que el hombre que no ha respondido a esta pregunta puede estar seguro de que aún no ha comenzado a vivir. Gandhi escribió una vez: "Yo digo a los hindúes que su vida será imperfecta si no estudian respetuosamente la vida de Jesús". ¿Y qué pensar entonces de los cristianos -¿cuántos, Dios mío?- que todo 1o desconocen de él, que dicen amarle, pero jamás le han conocido personalmente?

Y es una pregunta que urge contestar porque, si él es lo que dijo de sí mismo, si él es lo que dicen de él sus discípulos, ser hombre es algo muy distinto de lo que nos imaginamos, mucho más importante de lo que creemos. Porque si Dios ha sido hombre, se ha hecho hombre, gira toda la condición humana. Si, en cambio, él hubiera sido un embaucador o un loco, media humanidad estaría perdiendo la mitad de sus vidas.

Conocerle no es una curiosidad. Es mucho más que un fenómeno de la cultura. Es algo que pone en juego nuestra existencia. Porque con Jesús no ocurre como con otros personajes de la historia. Que César pasara el Rubicón o no lo pasara, es un hecho que puede ser verdad o mentira, pero que en nada cambia el sentido de mi vida. Que Carlos V fuera emperador de Alemania o de Rusia, nada tiene que ve con mi salvación como hombre. Que Napoleón muriera derrotado en Elba o que llegara siendo emperador al final de sus días no moverá hoy a un solo ser humano a dejar su casa, su comodidad y su amor y marcharse a hablar de él a una aldehuela del corazón de África.

Pero Jesús no, Jesús exige respuestas absolutas. Él asegura que, creyendo en él, el hombre salva su vida e, ignorándole, la pierde. Este hombre se presenta como el camino, la verdad y la vida (Juan 14, 6). Por tanto -si esto es verdad- nuestro camino, nuestra vida, cambian según sea nuestra respuesta a la pregunta sobre su persona. ¿Y cómo responder sin conocerle, sin haberse acercado a su historia, sin contemplar los entresijos de su alma, sin haber leído y releído sus palabras?"


"Vida y misterio de Jesús de Nazaret"
José Luis Martín Descalzo

lunes, 10 de octubre de 2011

Salmo 21

SALMO 21 (20)

El rey se alegra por tu fuerza

21:1 Del maestro de coro. Salmo de David. 

La alegría del triunfo

21:2 Señor, el rey se regocija por tu fuerza,
¡y cuánto se alegra por tu victoria!
21:3 Tú has colmado los deseos de su corazón,
no le has negado lo que pedían sus labios. Pausa
21:4 Porque te anticipas a bendecirlo con el éxito
y pones en su cabeza una corona de oro puro.
21:5 Te pidió larga vida y se la diste:
días que se prolongan para siempre.
21:6 Su gloria se acrecentó por tu triunfo,
tú lo revistes de esplendor y majestad;
21:7 le concedes incesantes bendiciones,
lo colmas de alegría en tu presencia.
21:8 Sí, el rey confía en el Señor
y con la gracia del Altísimo no vacilará. 

Confianza en la victoria definitiva

21:9 Tu mano alcanzará a todos tus enemigos,
tu derecha vencerá a los que te odian.
21:10 Los convertirás en un horno encendido,
cuando se manifieste tu presencia.
El Señor los consumirá con su enojo,
el fuego los destruirá por completo:
21:11 eliminarás su estirpe de la tierra,
y a sus descendientes de entre los hombres.
21:12 Ellos trataron de hacerte mal,
urdieron intrigas, pero sin resultado:
21:13 porque tú harás que vuelvan la espalda,
apuntándoles a la cara con tus arcos.
21:14 ¡Levántate, Señor, con tu fuerza,
para que cantemos y celebremos tus proezas!

viernes, 7 de octubre de 2011

Martín Descalzo: "El chupete"

Cuando estos días veo la famosa campañita de los preservativos no puedo menos de acordarme del viejo chupete, que fue la panacea universal de nuestra infancia. ¿Que el niño tenía hambre porque su madre se había retrasado o despistado? Pues ahí estaba el chupete salvador para engatusar al pequeño. ¿Que el niño tenía mojado el culete? Pues chupete al canto. No se resolvían los problemas, pero al menos por unos minutos se tranquilizaba al pequeño.

Era la educación evita-riesgos. Porque no se trataba, claro, sólo del chupete. Era un modo cómodo de entender la tarea educativa. Su meta no era formar hombres, sino tratar de retrasar o evitar los problemas.

Yo he confesado muchas veces que, en conjunto, estoy bastante contento de la educación que me dieron mis padres y profesores. Pero en este punto, no, no puedo estar satisfecho. Para ellos lo más importante era que los niños o los adolescentes que nosotros éramos no sufriéramos o sufriéramos lo mínimo
indispensable. Pensaban: «Bastante dura es la vida. Ya se encontrarán con el dolor. Pero que sea, al menos, lo más tarde posible.» Y así nos educaban en un frigorífico, bastante fuera de la realidad. Con lo que hicieron doblemente dura nuestra juventud o nuestra primera hombría obligándonos a resolver, entonces, lo que debió quedar iluminado o resuelto en las curvas de nuestra adolescencia. Ocultar el dolor puede ser una salida cómoda para el educador y también para el educando, pero, a la larga, siempre es una salida negativa. Los tubos de escape no son educación.

Y eso me parece que estamos haciendo ahora con la educación sexual, de los
jóvenes. Después de muchos años de hablar del déficit educativo en ese campo, salimos ahora diciendo la verdad: que la única educación del sexo que se nos ocurre es evitar las consecuencias de su uso desordenado.

Si fuéramos verdaderamente sinceros, en estos días presentaríamos así la campaña de los anticonceptivos: saldría a pantalla el ministro o la ministra del ramo y diría:

«Queridos jóvenes: como estamos convencidos de que todos vosotros sois unos cobardes, incapaces de controlar vuestro propio cuerpo; como, además, estamos convencidos de que ni nosotros ni todos los educadores juntos seremos capaces de formaros en este terreno, hemos pensado que ya que no se nos ocurre nada positivo que hacer en ese campo, lo que sí podemos es daros un tubo de escape para que podáis usar vuestro cuerpo, ya que no con dignidad, al menos sin demasiados riesgos.»

Efectivamente: no hay mayor confesión de fracaso de la educación que esta
campañita de darles nuevos chupetes a los jóvenes.

¿Se han fijado ustedes en que todos los grandes almacenes - sin excepción colocan junto a los cajeros de salida toda clase de dulces, chicles, chupachups, piruletas y demás gollerías? Los comerciantes son muy listos. Saben que cuando la mamá cree que ha terminado sus compras, volverá a picar en el último minuto si es que va acompañada por un niño. Porque ¿qué chiquillo no se encaprichará con alguna de esas golosinas mientras se produce el parón inevitable de la mamá en vaciar su carro y pagar lo comprado? ¿Y qué mamá se resistirá en ese momento, cuando sabe que si se niega tendrá el berrinche del niño ante la mirada de la cajera? Como sabe que, al final, acabará comprándolo, prefiere caer en ello desde el principio. Es más cómodo y sencillo añadir diez duros más a la cuenta que intentar formar la voluntad del pequeño. ¿Y qué futuro aguarda a esos niños o a esos jóvenes educados en no tener voluntad, en no carecer de nada, sabiendo que conseguirán todo con cuatro llantos y una pataleta?

Claro que lo sexual es algo bastante más importante que unos caramelos más o menos. Pero ahí la postura de la sociedad moderna es igualmente concesiva. Una educación sexual -creo yo- tendría que empezar por despertar en el adolescente y en el joven cuatro gigantescos valores: la estima de su propio cuerpo; la estima del cuerpo de la que será su compañera; la valoración de la importancia que el acto sexual tiene en relación amorosa de los humanos; el aprecio del fruto que de ese acto sexual ha de salir: el hijo. Pero ¿qué pensar de una educación sexual que, olvidando todo esto, empieza y termina (repito: empieza y termina) dando salidas para evitar los riesgos, devaluando con ello esos cuatro valores?

No sé, pero me parece a mí que algo muy serio se juega en este campo. Pero ¡pobres los curas o los obispos si se atreven a recordar algo tan elemental! Les tacharán de cavernícolas, de pertenecer al siglo XIX. Y el mundo seguirá rodando, rodando. ¿Hacia qué?


"Razones desde la otra orilla"
José Luis Martín Descalzo

lunes, 3 de octubre de 2011

Salmo 20

SALMO 20 (19)

Señor, da la victoria al rey

20:1 Del maestro de coro. Salmo de David. 

Súplica para alcanzar la victoria

20:2 El Señor te haga triunfar
en el momento del peligro,
que el nombre del Dios de Jacob sea tu baluarte.
20:3 Que él te auxilie desde su Santuario
y te proteja desde Sión;
20:4 que se acuerde de todas tus ofrendas
y encuentre aceptables tus holocaustos. Pausa
20:5 Que satisfaga todos tus deseos
y cumpla todos tus proyectos,
20:6 para que aclamemos tu victoria
y alcemos los estandartes
en nombre de nuestro Dios.
¡Que el Señor te conceda todo lo que pides! 

Seguridad de alcanzar la victoria

20:7 Ahora sé que el Señor
ha dado la victoria a su Ungido,
lo ha hecho triunfar desde su santo cielo
con las proezas de su mano salvadora.
20:8 Unos se fían de sus carros y otros de sus caballos,
pero nuestra fuerza está en el nombre
de nuestro Dios.
20:9 Ellos tropezaron y cayeron,
mientras nosotros nos mantuvimos erguidos
y confiados.
20:10 ¡Señor, concede la victoria al rey,
escúchanos cuando te invocamos!