lunes, 27 de junio de 2011

Salmo 6

SALMO 6
 
El Señor ha escuchado mis lamentos
 
6:1 Del maestro de coro. Para instrumentos de cuerda.
En octava. Salmo de David. 
6:2 Señor, no me reprendas por tu enojo
ni me castigues por tu indignación. 
6:3 Ten piedad de mí, porque me faltan las fuerzas;
sáname, porque mis huesos se estremecen. 
6:4 Mi alma está atormentada,
y tú, Señor, ¿hasta cuándo...? 
6:5 Vuélvete, Señor, rescata mi vida,
sálvame por tu misericordia, 
6:6 porque en la Muerte nadie se acuerda de ti,
¿y quién podrá alabarte en el Abismo? 
6:7 Estoy agotado de tanto gemir:
cada noche empapo mi lecho con llanto,
inundo de lágrimas mi cama. 
6:8 Mis ojos están extenuados por el pesar
y envejecidos a causa de la opresión. 
6:9 Apártense de mí todos los malvados,
porque el Señor ha oído mis sollozos. 
6:10 El Señor ha escuchado mi súplica,
el Señor ha aceptado mi plegaria. 
6:11 ¡Que caiga sobre mis enemigos
la confusión y el terror,
y en un instante retrocedan avergonzados!

viernes, 24 de junio de 2011

Martín Descalzo: "Aprender a equivocarse"

Una de las virtudes-defecto más cuestionables: el perfeccionismo. Virtud, porque evidentemente, lo es el tender a hacer todas las cosas perfectas. Y es un defecto porque no suele contar con la realidad: que lo perfecto no existe en este mundo, que los fracasos son parte de toda la vida, que todo el que se mueve se equivoca alguna vez.
 
He conocido en mi vida muchos perfeccionistas. Son, desde luego, gente estupenda. Creen en el trabajo bien hecho, se entregan apasionadamente a hacer bien las cosas e incluso llegan a hacer magníficamente la mayor parte de las tareas que emprenden.

 
Pero son también gente un poco neurótica. Viven tensos. Se vuelven cruelmente exigentes con quienes no son como ellos. Y sufren espectacularmente cuando llega la realidad con la rebaja y ven que muchas de sus obras -a pesar de todo su interés- se quedan a mitad de camino.

 
Por eso me parece que una de las primeras cosas que deberían enseñarnos de
niños es a equivocarnos. El error, el fallo, es parte inevitable de la condición
humana. Hagamos lo que hagamos habrá siempre un coeficiente de error en
nuestras obras. No se puede ser sublime a todas horas. El genio más genial pone un borrón y hasta el buen Homero dormita de vez en cuando.

 
Así es como, según decía Maxwel Brand. "todo niño debería crecer con convicción de que no es una tragedia ni una catástrofe cometer un error". Por eso en las persona siempre me ha interesado más el saber cómo se reponen de los fallos que el número de fallos que cometen.

 
Ya que el arte más difícil no es el de no caerse nunca, sino el de saber levantarse y seguir el camino emprendido.

 
Temo por eso la educación perfeccionista. Los niños educados para arcángeles se pegan luego unos topetazos que les dejan hundidos por largo tiempo. Y un no pequeño porcentaje de amargados de este mundo surge del clan de los educados para la perfección.

 
Los pedagogos dicen que por eso es preferible permitir a un niño que rompa alguna vez un plato y enseñarle luego a recoger los pedazos, porque "es mejor un plato roto que un niño roto".

 
Es cierto. No existen hombres que nunca hayan roto un plato. No ha nacido el genio que nunca fracase en algo. Lo que sí existe es gente que sabe sacar fuerzas de sus errores y otra gente que de sus errores sólo casa amargura y pesimismo. Y sería estupendo educar a los jóvenes en la idea de que no hay una vida sin problemas, pero lo que hay en todo hombre es capacidad para superarlos.

 
No vale, realmente, la pena llorar por un plato roto. Se compra otro y ya está. Lo grave es cuando por un afán de perfección imposible se rompe un corazón. Porque de esto no hay repuesto en los mercados.



Tomado de "Cristo Hoy"
José Luis Martín Descalzo

lunes, 20 de junio de 2011

Salmo 5

SALMO 5
 
No eres un Dios que ame la maldad
 
5:1 Del maestro de coro. Para flautas. Salmo de David. 
5:2 Señor, escucha mis palabras,
atiende a mis gemidos; 
5:3 oye mi clamor, mi Rey y mi Dios,
porque te estoy suplicando. 
5:4 Señor, de madrugada ya escuchas mi voz:
por la mañana te expongo mi causa
y espero tu respuesta. 
5:5 Tú no eres un Dios que ama la maldad;
ningún impío será tu huésped, 
5:6 ni los orgullosos podrán resistir
delante de tu mirada.
Tú detestas a los que hacen el mal 
5:7 y destruyes a los mentirosos.
¡Al hombre sanguinario y traicionero
lo abomina el Señor! 
5:8 Pero yo, por tu inmensa bondad,
llego hasta tu Casa,
y me postro ante tu santo Templo
con profundo temor. 
5:9 Guíame, Señor, por tu justicia,
porque tengo muchos enemigos:
ábreme un camino llano. 
5:10 En su boca no hay sinceridad,
su corazón es perverso;
su garganta es un sepulcro abierto,
aunque adulan con la lengua. 
5:11 Castígalos, Señor, como culpables,
que fracasen sus intrigas;
expúlsalo por sus muchos crímenes,
porque se han rebelado contra ti. 
5:12 Así se alegrarán los que en ti se refugian
y siempre cantarán jubilosos;
tú proteges a los que aman tu Nombre,
y ellos se llenarán de gozo. 
5:13 Porque tú, Señor, bendices al justo,
como un escudo lo cubre tu favor.
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viernes, 17 de junio de 2011

Martín Descalzo: "Las tres plenitudes"

Habla San Alberto Magno que existen tres géneros de plenitudes: "la plenitud del vaso, que retiene y no da; la del canal, que da y no retiene, y la de la fuente, que crea, retiene y da". ¡Qué tremenda verdad!

Efectivamente, yo he conocido muchos hombres-vaso. Son gentes que se dedican a almacenar virtudes o ciencia, que lo leen todo, coleccionan títulos, saben cuanto puede saberse, pero creen terminada su tarea cuando han concluido su almacenamiento: ni reparten sabiduría ni alegría. Tienen, pero no comparten. Retienen, pero no dan. Son magníficos, pero magníficamente estériles. Son simples servidores de su egoísmo.


También he conocido hombres-canal: es la gente que se desgasta en palabras, que se pasa la vida haciendo y haciendo cosas, que nunca rumia lo que sabe, que cuando le entra de vital por los oídos se le va por la boca sin dejar pozo adentro. Padecen la neurosis de la acción, tienen que hacer muchas cosas y todas de prisa, creen estar sirviendo a los demás pero su servicio es, a veces, un modo de calmar sus picores del alma. Hombre-canal son muchos periodistas, algunos apóstoles, sacerdotes o seglares. Dan y no retienen. Y, después de dar, se sienten vacíos.


Qué difícil, en cambio, encontrar hombres-fuente, personas que dan de lo que han hecho sustancia de su alma, que reparten como las llamas, encendiendo la del vecino sin disminuir la propia, porque recrean todo lo que viven y reparten todo cuanto han recreado. Dan sin vaciarse, riegan sin decrecer, ofrecen su agua sin quedarse secos. Cristo -pienso- debió ser así. El era la fuente que brota inextinguible, el agua que calma la sed para la vida eterna. Nosotros -¡ah!- tal vez ya haríamos bastante con ser uno de esos hilillos que bajan chorreando desde lo alto de la gran montaña de la vida.



José Luis Martín Descalzo

lunes, 13 de junio de 2011

Salmo 4

SALMO 4
 
Me diste alivio en la angustia
 
4:1 Del maestro de coro. Para instrumentos de cuerda.
Salmo de David. 
4:2 Respóndeme cuando te invoco, Dios, mi defensor,
tú, que en la angustia me diste un desahogo:
ten piedad de mí y escucha mi oración. 
4:3 Y ustedes, señores,
¿hasta cuando ultrajarán al que es mi Gloria,
amarán lo que es falso
y buscarán lo engañoso? Pausa
4:4 Sepan que el Señor hizo maravillas por su amigo:
él me escucha siempre que lo invoco. 
4:5 Tiemblen, y no pequen más;  Pausa
reflexionen en sus lechos y guarden silencio, 
4:6 ofrezcan los sacrificios que son debidos
y tengan confianza en el Señor. 
4:7 Hay muchos que preguntan:
"¿Quién nos mostrará la felicidad,
si la luz de tu rostro, Señor,
se ha alejado de nosotros?"
4:8 Pero tú has puesto en mi corazón más alegría
que cuando abundan el trigo y el vino. 
4:9 Me acuesto en paz y en seguida me duermo,
porque sólo tú, Señor, aseguras mi descanso.

viernes, 10 de junio de 2011

Martín Descalzo: "El Mesías disfrazado"

Recordé aquella otra vieja historia de un monasterio en el que la piedad había
decaído. No es que los monjes fueran malos, pero sí que en la casa había una
especia de gran aburrimiento, que los monjes no parecían felices; nadie quería ni estimaba a nadie y eso se notaba en la vida diaria como una capa espesa de mediocridad.

Tanto, que un día el Padre prior fue a visitar a un famoso sabio con fama de santo, quien, después de oírle y reflexionar, le dijo: "La causa, hermano, es muy clara. En vuestro monasterio habéis cometido todos un gran pecado: Resulta que entre vosotros vive el Mesías camuflado, disfrazado, y ninguno de vosotros se ha dado cuenta." El buen prior regresó preocupadísimo a su monasterio porque, por un lado, no podía dudar de la sabiduría de aquel santo, pero, por otro, no lograba imaginarse quién de entre sus compañeros podría ser ese Mesías disfrazado.

¿Acaso el maestro de coro? Imposible. Era un hombre bueno, pero era vanidoso, creído. ¿Sería el maestro de los novicios? No, no. Era también un buen monje, pero era duro, irascible. Imposible que fuera el Mesías. ¿Y el hermano portero? ¿Y el cocinero? Repasó, uno por uno, la lista de sus monjes y a todos les encontraba llenos de defectos. Claro que -se dijo a sí mismo- si el Mesías estaba disfrazado, podía estar disfrazado detrás de algunos defectos aparentes, pero ser, por dentro, el Mesías.

Al llegar a su convento, comunicó a sus monjes el diagnóstico del santo y todos sus compañeros se pusieron a pensar quién de ellos podía ser Mesías disfrazado y todos, más o menos, llegaron a las mismas conclusiones que su prior. Pero, por si acaso, comenzaron a tratar todos mejor a sus compañeros, a todos, no sea que fueran a ofender al Mesías. Y comenzaron a ver que tenían más virtudes de las que ellos sospechaban.

Y, poco a poco, el convento fue llenándose de amor, porque cada uno trataba a su vecino como sí su vecino fuese Dios mismo. Y todos empezaron a ser
verdaderamente felices amando y sintiéndose amados.


José Luis Martín Descalzo

lunes, 6 de junio de 2011

Salmo 3

SALMO 3
 
Tú, Señor, eres mi escudo protector
 
3:1 Salmo de David. Cuando huía de su hijo Absalón.
3:2 Señor, ¡qué numerosos son mis adversarios,
cuántos los que se levantan contra mí! 
3:3 ¡Cuántos son los que dicen de mí:
"Dios ya no quiere salvarlo"! Pausa
3:4 Pero tú eres mi escudo protector y mi gloria,
tú mantienes erguida mi cabeza. 
3:5 Invoco al Señor en alta voz
y él me responde desde su santa Montaña. 
3:6 Yo me acuesto y me duermo,
y me despierto tranquilo
porque el Señor me sostiene. 
3:7 No temo a la multitud innumerable,
apostada contra mí por todas partes. 
3:8 ¡Levántate, Señor!
¡Sálvame, Dios mío!
Tú golpeas en la mejilla a mis enemigos
y rompes los dientes de los malvados. 
3:9 ¡En ti, Señor, está la salvación,
y tu bendición sobre tu pueblo! Pausa

viernes, 3 de junio de 2011

Martín Descalzo...

Empezamos aquí una serie de escritos del Padre José Luis Martín Descalzo... Los considero tan fascinantes, bellos y sencillos que estrarán en este Blog... Aunque este se base más en la poesía, creo que merece la pena instalar algo de su prosa... Disfrutarlos...

:-)

Martín Descalzo: "Carta a Dios"

GRACIAS. Con esta palabra podría concluir esta carta, DIOS MÍO, AMOR MÍO. Porque eso es todo lo que tengo que decirte: gracias, gracias. Sí, desde la altura de mis cincuenta y cinco años, vuelvo mi vista atrás, ¿qué encuentro sino la interminable cordillera de tu amor? No hay rincón en mi historia en el que no fulgiera tu misericordia sobre mi. No ha existido una hora en que no haya experimentado tu presencia amorosa y paternal acariciando mi alma.
 
Ayer mismo recibía la carta de una amiga que acaba de enterarse de mis problemas de salud, y me escribe furiosa: «Una gran carga de rabia invade todo mi ser y me rebelo una vez y otra vez contra ese Dios que permite que personas como tú sufran.» ¡Pobrecita! Su cariño no le deja ver la verdad. Porque -aparte de que yo no soy más importante que nadie- toda mi vida es testimonio de dos cosas: en mis cincuenta años he sufrido no pocas veces de manos de los hombres. De ellos he recibido arañazos y desagradecimientos, soledad e incomprensiones. Pero de ti nada he recibido sino una interminable siembra de gestos de cariño. Mi última enfermedad es uno de ellos.

 
Me diste primero el ser. Esta maravilla de ser hombre. El gozo de respirar la belleza del mundo. El de encontrarme a gusto en la familia humana. El de saber que, a fin de cuentas, si pongo en una balanza todos esos arañazos y zancadillas recibidos serán siempre muchísimo menores que el gran amor que esos mismos hombres pusieron en el otro platino de la balanza de mi vida. ¿He sido acaso un hombre afortunado y fuera de lo normal? Probablemente. Pero ¿en nombre de qué podría yo ahora fingirme un mártir de la condición humana si sé que, en definitiva, he tenido más ayudas y comprensión que dificultades?

 
Y, además, tú acompañaste el don de ser con el de la fe. En mi infancia yo palpé tu presencia a todas horas. Para mí, tu imagen fue la de un Dios sencillo. Jamás me aterrorizaron con tu nombre. Y me sembraron en el alma esa fabulosa capacidad: la de saberme amado, la de experimentar tu presencia cotidiana en el correr de las horas.

 
Hay entre los hombres -lo sé- quienes maldicen el día de su nacimiento, quienes te gritan que ellos no pidieron nacer. Tampoco yo lo pedí, porque antes no existía. Pero de haber sabido lo que sería mi vida, con qué gritos te habría implorado la existencia, y ésta, precisamente, que de hecho me diste.

 
Supongo que fue absolutamente decisivo el nacer en la familia que tú me elegiste. Hoy daría todo cuanto después he conseguido sólo por tener los padres y hermanos que tuve. Todos fueron testigos vivos de la presencia de tu amor. En ellos aprendí - ¡qué fácilmente!- quién eras y cómo eres. Desde entonces amarte -y amar, por tanto, a todos y a todo- me empezó a resultar cuesta abajo. Lo absurdo habría sido no quererte. Lo difícil habría sido vivir en la amargura. La felicidad, la fe, la confianza en la vida fueron, para mí, como el plato de natillas que mamá pondría, infallablemente, a la hora de comer. Algo que vendría con toda seguridad. Y que si no venía, era simplemente porque aquel día estaban más caros los huevos, no porque hubiera escaseado el amor. Entonces aprendí también que el dolor era parte del juego. No una maldición, sino algo que entraba en el sueldo de vivir; algo que, en todo caso, siempre sería insuficiente para quitarnos la alegría.

 
Gracias a todo ello, ahora -siento un poco de vergüenza al decirlo- ni el dolor me duele, ni la amargura me amarga. No porque yo sea un valiente, sino sencillamente porque al haber aprendido desde niño a contemplar ante todo las zonas positivas de la vida y al haber asumido con normalidad las negras, resulta que, cuando éstas llegan, ya no son negras, sino sólo un tanto grises. Otro amigo me escribe en estos días que podré soportar la diálisis «chapuzándome en Dios». Y a mi eso me parece un poco excesivo y melodramático. Porque o no es para tanto o es que de pequeño me «chapuzaron» ya en la presencia «normal» de Dios, y en ti me siento siempre como acorazado contra el sufrimiento. O tal vez es que el verdadero dolor aún no ha llegado.

 
A veces pienso que he tenido «demasiado buena suerte». Los santos te ofrecían cosas grandes. Yo nunca he tenido nada serio que ofrecerte. Me temo que, a la hora de mi muerte, voy a tener la misma impresión que en ese momento tuvo mi madre: la de morirme con las manos vacías, porque nunca me enviaste nada realmente cuesta arriba para poder ofrecértelo. Ni siquiera la soledad. Ni siquiera esos descensos a la nada con que tú regalas a veces a los que verdaderamente fueron tuyos. Lo siento. Pero ¿qué hago yo si a mi no me has abandonado nunca? A veces me avergüenzo pensando que me moriré sin haber estado nunca a tu lado en el huerto de los olivos, sin haber tenido yo mi agonía de Getsemaní. Pero es que tú -no sé por qué- jamás me sacaste del domingo de Ramos. Incluso alguna vez -en mis sueños heroicos- he pensado que me habría gustado tener yo también una buena crisis de fe para demostrarte a ti y a mi mismo que la tengo. Dicen que la auténtica fe se prueba en el crisol. Y yo no he conocido otro crisol que el de tus manos siempre acariciantes.

 
Y no es, claro, que yo haya sido mejor que los demás. El pecado ha puesto su
guarida en mí y tú y yo sabemos hasta qué profundidades. Pero la verdad es que ni siquiera en las horas de la quemadura he podido experimentar plenamente la llama negra del mal de tanta luz como tú mantenías a mi lado. En la miseria, he seguido siendo tuyo. Y hasta me parece que tu amor era tanto más tierno cuantas más niñerías hacía yo.

 
También me gustaría presumir ante ti de persecuciones y dificultades. Pero tú
sabes que, aún en lo humano, me rodeó siempre más gente estupenda que traidora y que recibí por cada incomprensión diez sonrisas. Que tuve la fortuna de que el mal nunca me hiciera daño y, sobre todo, que no me dejara amargura dentro. Que incluso de aquello saqué siempre ganas de ser mejor y hasta misteriosas amistades.

 
Luego, me diste el asombro de mi vocación. Ser cura es imposible, tú lo sabes. Pero también maravilloso, yo lo sé. Hoy no tengo, es cierto, el entusiasmo de enamorado de los primeros días. Pero, por fortuna, no me he acostumbrado aún a decir misa y aún tiemblo cada vez que confieso. Y sé aún lo que es el gozo soberano de poder ayudar a la gente -siempre más de lo que yo personalmente sabría- y el de poder anunciarles tu nombre. Aún lloro -¿sabes?- leyendo la parábola del hijo pródigo. Aún -gracias a ti- no puedo decir sin conmoverme esa parte del Credo que habla de tu pasión y de tu muerte.

 
Porque, naturalmente, el mayor de tus dones fue tu Hijo, Jesús. Si yo hubiera sido el más desgraciado de los hombres, si las desgracias me hubieran perseguido por todos los rincones de mi vida, sé que me habría bastado recordar a Jesús para superarlas. Que tú hayas sido uno de nosotros me reconcilia con todos nuestros fracasos y vacíos. ¿Cómo se puede estar triste sabiendo que este planeta ha sido pisado por tus pies? ¿Para qué quiero más ternuras que la de pensar en el rostro de María?

 
He sido feliz, claro. ¿Cómo no iba a serlo? Y he sido felíz ya aquí, sin esperar la gloria del cielo. Mira, tú ya sabes que no tengo miedo a la muerte, pero tampoco tengo ninguna prisa porque llegue. ¿Podré estar allí más en tus brazos de lo que estoy ahora? Porque éste es el asombro: el cielo lo tenemos ya desde el momento en que podemos amarte. Tiene razón mi amigo Cabodevilla: nos vamos a morir sin aclarar cuál es el mayor de tus dones, si el de que tú nos ames o el de que nos permitas amarte.

 
Por eso me da tanta pena la gente que no valora sus vidas. Pero ¡sí estamos
haciendo algo que es infinitamente más grande que nuestra naturaleza: amarte, colaborar contigo en la construcción del gran edificio del amor!

 
Me cuesta decir que aquí te damos gloria. ¡Eso sería demasiado! Yo me contento con creer que mi cabeza reposando en tus manos te da la oportunidad de quererme. Y me da un poco de risa eso de que nos vas a dar el cielo como premio. ¿Como premio de qué? Eres un tramposo: nos regalas tu cielo y encima nos das la impresión de haberlo merecido. El amor, tú lo sabes muy bien, es él solo su propia recompensa. Y no es que la felicidad sea la consecuencia o el fruto del amor. El amor ya es, por sí solo, la felicidad. Saberte Padre es el cielo. Claro que no me tienes que dar porque te quiera. Quererte ya es un don. No podrás darme más.

 
Por todo eso, Dios mío, he querido hablar de ti y contigo en esta página final de mis Razones para el amor. Tú eres la última y la única razón de mi amor. No tengo otras. ¿Cómo tendría alguna esperanza sin ti? ¿En qué se apoyaría mi alegría si nos faltases tú? ¿En qué vino insípido se tornarían todos mis amores si no fueran reflejo de tu amor? Eres tú quien da fuerza y vigor a todo. Y yo sé sobradamente que toda mi tarea de hombre es repetir y repetir tu nombre. Y retirarme.




Del libro "Razones para el amor"; Biblioteca Básica del Creyente; Madrid, España.
 
Tomado de www.preb.com/articulos
José Luis Martín Descalzo falleció pocos días después.